Vivimos en compañía de otras
personas, siempre es así, estemos en casa rodeados de la familia, o estemos en
los trabajos rodeados de los compañeros, jefes, etc. Todo nuestro tiempo lo
compartimos con alguien, manteniendo una relación familiar, de amistad o profesional.
He aquí una de las claves de nuestras vidas, saber estar, convivir con la
suficiente sabiduría y flexibilidad como para disfrutar de las relaciones sin
herir ni ser herido, sin invadir al otro, y sin que el otro te invada; al menos,
más allá del punto donde empezamos a sentirnos molestos.
Este tema es realmente sensible,
cada cual pone sus límites y en la interacción de las actuaciones de cada uno
se ponen en juego las diferencias y las tolerancias. Se dan los roces, las
susceptibilidades, las interpretaciones, y al menos que ambas partes sean
consecuentes de la contraria, tengan tacto y un comportamiento empático; se
puede terminar enfadado, invadido, molesto, insultado o no comprendido.
Como convivir es inevitable y a
su vez todo un arte, es donde debemos de estar más atentos para no incurrir en
los daños colaterales de nuestros actos y nuestras conversaciones. La
prudencia, la tolerancia y el amor hacia los demás son imprescindibles para que
las relaciones lleguen a buen puerto, sean naturales, sencillas, y cómodas para
ambas partes.
No es del agrado de nadie vivir
en la tensión constante, reñir a cada momento o ser humillado regularmente, es
por eso que debemos de poner atención a lo que hacemos y decimos, al modo en
que actuamos, y sobre todo considerar mucho, apreciar y amar a las otras
personas, para ofrecerles lo mejor de nosotros. Debemos dejarnos de rigideces
aprendidas, de comportamientos heredados, de aquellos que repetimos una y otra
vez como si fuéramos máquinas. Somos personas, constituimos el género humano,
una especie superior, con conciencia y capacidades superiores, que deberíamos desarrollar
para dar un paso en nuestra evolución. Es por ello, que no deberíamos
enredarnos en comportamientos superficiales, que son los que ocupan la casi
totalidad de nuestro tiempo.
Somos mucho más de lo que se ve
en el plano ordinario, y eso se comprueba cuando nos encontramos en situaciones
límites o excepcionales, de peligro, etc., podemos dar de nosotros mucho más,
pero nos llevamos todo el día dándoles a la cabeza, forjando y defendiendo
nuestro ego, nuestra apariencia, aquella que hemos creado, esa imagen que
pretendemos que los demás reciban cuando nos vean o se relacionan con nosotros,
haciendo un esfuerzo tremendo por parecer más y mejores. Con todo ello
olvidamos quienes somos: seres vivos, humanos, civilizados, que nos hemos
montado una película ajena a nuestra esencia, alrededor de unos intereses, que
en el fondo del todo no nos importan, pero que desde la superficialidad nos
tienen a todos engorilados, y vamos tras ellos como robots. Nos peleamos por un
supuesto prestigio social, por un mejor trabajo, y por supuesto por el rey que
esta sociedad ha erigido como interés numero uno: el dinero.
Tenemos que desmitificar los
objetivos establecidos por el club de poderosos, porque la superficialidad de
los mismos nos aparta del centro de nosotros, vivirnos desde el fondo, desde el
corazón, como seres de amor que somos y donde no tienen las cosas el orden de
prioridad establecido socialmente. Todo vale pero en su justa medida, y por
delante de todo está la humanidad, su integridad, progreso y por ende, su
evolución.
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