Hace un par de
días me cité con un amigo para dar una vuelta por la ciudad. Caminamos varias
horas, tratando de charlar, algo que el tráfico impedía en ocasiones. Andábamos
bastante despacio, algo que llega a ser incómodo, porque muchos de los peatones
tenían prisas y las aceras eran estrechas, sobre todo en las calles céntricas.
Por consideración hacia ellos, teníamos que hacernos a un lado con mucha
frecuencia.
Mi amigo habla
en un tono bajo y la intromisión, constante, del tráfico rodado, hacía que
parte de las conversaciones se perdieran, lo que me obligaba a pedirle que
repitiera lo que ya había dicho. Cuando el semáforo se cerraba al tráfico,
llegaba el descanso para los oídos y para el alma.
La mañana era
fresca, como corresponde a un día de Enero, pero a media mañana el sol era
tan lindo, que te abrazaba y te hacía el pasear mucho más agradable. Estaba
claro que lo que es natural, es lo que nos hace sentir bien, no las prisas, no
los ruidos ni los humos. Un día claro, fresco y soleado es un escenario ideal
para disfrutar del paseo, y si es en buena compañía, mejor que mejor; pero el
resto del escenario es bastante artificial, mucho cemento, alquitrán,
edificios, coches, motos, camiones y autobuses. Gente que camina con una prisa
brutal, mucha gente en direcciones y sentidos diferentes, que nos debemos
esquivar.
La ciudad ha
dejado de ser la ciudad de nuestra infancia, en la que había más zonas sin
edificar, por tanto más campo, más tierra donde jugar. Los automóviles no
abundaban, solo algún vecino que tenía una representación de algún producto
tenía coche, y otros muchos que lo pudieron comprar lo tenían todos los días de
la semana aparcados en las puertas de su casas, esperando el fin de semana para
ir a alguna venta a comer o tomar café. Los niños podíamos jugar en la calle, en
medio de la carretera jugábamos partidos de futbol. Las porterías eran dos
piedras que hacían de postes, y recuerdo que raro era el día que teníamos que
mover las piedras porque iba a pasar algún coche.
La ciudad ha
acelerado el pulso de los ciudadanos, también es verdad que se ha dotado de
muchos más servicios, pero resulta fría y distante de nuestra naturaleza esencial.
Pagamos un precio, posiblemente en salud, porque a la vez que ha crecido el
progreso, ha crecido el deterioro del medio ambiente, ha crecido la polución y
ha proliferado la forma de vida más independiente, en la que unos no conocen a
sus vecinos, casi ni al que vive en la puerta de enfrente de su misma planta.
Hay mucho más ruido en las calles, hay bares que cierran tarde y perturban el
descanso de los habitantes de las viviendas cercanas. Hay mayor contaminación lumínica,
que a veces se mete por las ventanas de las viviendas resultando molesto para
dormir con las ventanas abiertas y las persianas levantadas. Hay demasiados
aires acondicionados y un consumo energético brutal.
Todo se ha
desnaturalizado, pero tiene su lógica, es signo del progreso, una forma de acoger
una población mucho mayor, y una manera de ofrecer más servicios a todos. No lo
vamos a condenar, pero se imponen las prisas y las formas que provocan estrés e
irritación, no digamos al volante. Todo ello, origina agresividad e
intromisión.
Si todos los
vehículos fueran eléctricos, y si todos tomáramos conciencia del beneficio de
desplazarnos andando o en bicicleta, conseguiríamos una ciudad moderna pero
tranquila y más saludable. Si se habilitaran aceras amplias se le daría
protagonismo al viandante y no al automovilista, pero las ciudades han crecido
y han sido diseñadas para dar facilidad al tráfico. Donde se ha podido se han
habilitado carriles dobles para que no se produzcan embotellamientos, o los
menos posibles.
Si se
estrecharan las calles y avenidas, dejando solo un carril, ir en coche sería la
muerte, lo que quizás conseguiría que se dejaran los vehículos en los garajes o
en las afuera de las ciudades y la gente se desplazara a pie, en bici o en
transporte público.
Se deberían
habilitar en las afueras de las ciudades parkings gratuitos, y se debería
prohibir circular por el interior de las ciudades. Los transportes públicos
deberían ser suficientes y gratuitos para compensar ese esfuerzo de todos los
conductores que tendrían que dejar sus vehículos en las afueras de las
ciudades.
La ciudad
tendría que tener aceras anchas y estar sembradas con árboles a lo largo de todas
las calles para conseguir una zona de sombra continua, oxigenación y naturaleza
abundante. El protagonismo de la ciudad debería ser para los caminantes y para
los niños, que ahora no pueden bajar de sus casas porque no encuentran en las
calles un lugar de esparcimiento ausente de peligros para ellos.
Todo lo que un
hombre pueda o se atreva a pensar es posible, por eso lo puede imaginar porque
existe en su mente. Cuando la voluntad de hacer una cosa persiste, aquello
puede llegar a materializarse. Tenemos inteligencia para hacer otras cosas si
nos lo proponemos. A pesar de todo, tengamos presente que ninguna persona será
capaz de satisfacer el cien por cien de los ciudadanos, eso es imposible,
porque cada uno concibe las cosas de un modo propio o particular, y lo que a
unos puede parecerle bien, a otros no les gustara. La tarea de dirigir o
gobernar es muy complicada y conseguir la ciudad ideal es una peregrina idea,
¿Para quién es ideal?
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