Vivo en una
zona del mundo privilegiada, en cuanto a la ausencia de catástrofes naturales:
tifones, huracanes, tsunamis, o artificiales como: terrorismo y guerras. A
pesar de ello, soy consciente de que me acabo de levantar de una cama, más o
menos cómoda, mientras otras muchas personas habrán dormido en el suelo o sobre
cartones. He despertado en una habitación, más o menos resguardada de la
inclemencia del tiempo, mientras otras muchas personas lo habrán hecho a cielo
abierto, en medio de una calle, en un parque, o bajo un soportal. He ido a la
cocina, he abierto el grifo y me he servido un poco de agua para beber,
mientras otras muchas personas beberán agua contaminada, o no tendrán agua para
beber. He usado mi baño, mientras otras personas hacen sus necesidades cuando
pueden y donde pueden. Mis cañerías llegan a un alcantarillado general,
mientras en muchas zonas del mundo, las aguas sucias recorren las calles, dejándose
llevar por la pendiente del terreno, produciendo malos olores y enfermedades
infecciosas.
He encendido
mi ordenador y me he puesto a escribir para transmitir un sentir, algo que es
posible porque, un día, pude comprar un ordenador, además de haber podido
asistir al colegio y aprender lo necesario para poderme expresar; pero,
sobretodo, porque la electricidad llega a casa, hay un tendido eléctrico
decente que me sirve la energía. Al mismo tiempo, hay muchas zonas del mundo
deprimidas que carecen de este servicio básico. Hasta este momento es lo que he
hecho y lo que nos diferencia de esas zonas olvidadas por los que más tenemos o
más hemos progresado. Son pequeñeces para nosotros, porque estamos habituados a
vivir en una vivienda digna, tener una cama decente, instalaciones de
fontanería, electricidad o saneamiento propios de los tiempos que corren; ¿por
qué, entonces, tienen que vivir marginadas ciertas poblaciones en el mundo? Y eso
que aún no he hablado del horror de los fenómenos climáticos o atmosféricos,
del terrorismo y de las guerras.
Son las ocho
horas y treinta minutos de la mañana, amanece un día precioso en Sevilla, y
reina la calma. No hay temor a los fenómenos climáticos o atmosféricos, al
terrorismo y a las guerras. Vivimos en paz, mientras que a esta hora ya
estarán, en otras zonas el mundo, hartos de oír disparos y explosiones, ¿hay
derecho a vivir así? ¿Por qué? – me pregunto. ¿Qué han hecho mal esas personas
para tener que vivir bajo el temor y la destrucción? En pleno siglo XXI no deben
vivir como si fueran clanes cavernícolas matándose por la pugna de un
territorio. El mundo civilizado, desarrollado y moderno no debe dejar olvidada
a esa otra parte rezagada del mundo. Hay mucho potencial humano desperdiciado,
al que no se le concede la mínima oportunidad de emerger por falta de medios.
Hay lugares del mundo que con la intervención del hombre podrían ser hermosos y
frondosos territorios, pero que aparentan estar muertos por falta de cuidados. Hay
ciudades en el mundo que la artillería las ha convertido en escombreras
inhabitables.
Hago un ruego
a todos los ciudadanos del mundo para que protejamos a los indefensos, a los
que menos tienen, y para que exijamos a todos los gobernantes mundiales, líderes
y magnates, que miren más allá de sus ombligos y comprendan que la humanidad
tiene que avanzar en conjunto. Hay que poner fin a la locura injustificada que
da lugar a la barbarie y a la miseria. Hay que rescatar a las personas del
mundo, debiendo posicionarnos todos al mismo nivel de progreso, aprendizaje,
comodidades, etc. Debemos entendernos todos. Tenemos que vivir todos.
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