Llegan las vacaciones, la guardia
civil se pone en alerta, la circulación se incrementa, los motores rugen, el
combustible se quema y la atmósfera se poluciona. No importa, es periodo de
vacaciones y esto lo justifica todo: excesos en el comer, excesos en el beber,
excesos en el trasnochar, se dan las charlas, los gritos y las carcajadas hasta
altas horas de la noche en las terrazas de los bares, vecinos que trabajan y
tienen que levantarse temprano sufriendo o padeciendo esa nocturnidad ruidosa
que está de vacaciones. Los bares llenos hasta casi el amanecer, igual las
discotecas y la gente peregrina a la salida del sol tambaleante y un tanto
perdida calle arriba y calle abajo. Las voces entran por las ventanas abiertas
de las viviendas, que al paso de esos festeros y festeras, despiertan acordándose
de sus padres y de sus madres… ¡qué bonitas son las vacaciones!
En las playas la gente se apiña
en la escasa sombra de una sombrilla, cerca de la arena mojada, los niños
juegan a la pelota y los mayores se broncean mientras practican agachándose a
recoger una pelotita a la que tratan de dar más de dos veces con unas pequeñas raquetas
de madera. Es el único deporte que van a hacer durante el año… esos ratos de
recogepelotas, esos saltos imposibles tratando de alcanzar la pelota lanzada
por la pareja, el hijo o algún amigo. Van llegando más personas y van clavando
su sombrilla en la arena. Los niños con la pelota y los padres con las paletas
tienen que comenzar a recular hacia el agua si quieren seguir jugando a lo que
estuvieran jugando, sin golpear a los veraneantes cercanos. Cuando resulta
imposible seguir jugando, y las pelotas han llegado en varias ocasiones a las
sombras de esas otras personas, así como que se han cruzado ciertas miradas
poco amistosas; deciden dejar las palas y darse un chapuzón, pero los niños se
niegan a dejar de jugar al fútbol, el deporte nacional, y los padres les
convencen de que vayan a bañarse con la pelota.
Es entonces cuando se produce el
segundo episodio más común: ocupar un buen trecho de la playa de baño para ellos
solos, pues comienzan a lanzarse la pelota unos a otros. Ahora las miradas poco
amistosas proceden de los que deseaban tomar un baño tranquilo y no pueden
dejar de mirar la dichosa pelota que vuela para un lado y para otro, no vaya a
ser que le den un pelotazo. La pelota, como es lógico, escapa del campo de
acción de algunos, sea alguno de los niños o sea alguno de los padres, yendo a
impactar en el agua al lado de un señor mayor que, casualmente, sumergió su
cabeza casi al mismo instante para salir peinado… por poco le vuelan el bigote.
Cuando esa persona mayor emerge lo primero que hace es ponerles la vista
encima, torciendo levemente su bigote. Los jugadores tratan en un primer
intento de posicionarse en un lugar más profundo, pero allí los niños pierden
pie, no es seguro, y cuando uno de los suyos está en peligro, es el momento de
llevar la pelota al feudo de su sombrilla. El padre sale con la pelota al
tiempo que le dice a los niños que caminen hacia la orilla – “niños, ahí hay
demasiada agua, id hacia la orilla” – Los niños regañadientes con su padre por
haberles quitado su diversión, en un primer momento, se hacen el duro y no se
mueven, pero ante la insistencia del padre, sueltan un sonido irreconocible y
comienzan a caminar hacia donde el padre señaló con su mano.
En unos minutos, se hacen presas
del aburrimiento y deciden sentarse bajo la sombrilla. La madre hurga en un
canasto y saca unos zumos para los niños, así como una bolsa de patatas fritas
y otra de gusanitos. De una nevera sacan sendas cervezas, las abren y comienza
el festín, le pregunta al marido: “niño, ¿quieres un filetito?”. El marido le
responde que sí, que el deporte le ha abierto el apetito.
Los de la sombrilla de al lado
les miran y parecen haberse afectado por el olorcillo que emanaba del tupper
abierto de los filetes, así que comienzan a hurgar en sus provisiones y sacan
unos platitos que los deposita sobre una pequeña mesa plegable. Después, abre
un tupper y aparta en cada plato unos pimientos asados y aliñados que acompañan
con un par de tintos.
Al otro lado hay otra familia que
parece ser no trajo comida y mira deseosa de pillar algo. El chiringuito queda
lejos, así que se aguanta y lo contrarresta con su radio, la enciende y le da
un cierto volumen para animar al menos a todos los que estén en cien metros a
la redonda.
Los que estaban disfrutando del
piscolabis se incomodan con la música y ambas familias fijan sus miradas en los
dueños de la radio que molestaba. El flamenquito no interesaba a aquella gente,
quería comer en paz, pero el hombre mayor del bigote, aquel que se bañaba
cuando la pelota estuvo a punto de afeitarle, es duro de oído, casi sordo y
necesita compartir con muchos más lo que sea que difunda la radio, para que él
pueda escucharlo.
Hoy, en tu primer día de
vacaciones en la playa, te toca vivir esto. Otro día, te toca el que se come el
melón y la sandía dejando las cascaras en la arena, así como las latas de las
bebidas y las cáscaras de pipas, las bolsas, etc.
Otro día es el de la moto acuática
que conduce demasiado cerca de la zona de baño. El que mete al perro a bañarse y
se aproxima a ti en un intento por encontrar algo sólido para sentirse a salvo
y no tener que nadar más, y te araña toda la espalda. Otro día ese u otro perro
viene hacia tu sombrilla y mientras te bañas, él marca con su pipí tu nevera,
tu hamaca o tus zapatillas.
Y a todo esto, te estás gastando
un pastón ganso en el alquiler de quince días de un pisito al que sin esperarlo
se ha apuntado la mitad de tu familia, que se ha enterado y todos vienen a
echar unos días con vosotros. Colchones de playa por todos los rincones, niños
correteando por todas las habitaciones y el salón… vamos, ¡una locura!... ¡vivan
las vacaciones y el descanso en la playa!
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