Yo he nacido como tú, mi mamá
siempre estaba cerca de mí, me cuidaba, jugaba conmigo y me alimentaba. Pronto
vino alguien que yo no conocía de nada y me llevó a un lugar desde donde podía
oír la voz de mi mamá, pero no me dejaron verla más, no pude sentir sus
caricias, no volví a escuchar el latido de su corazón ni beber su leche, y
aunque lloraba día y noche por mi mamá, nunca más vino a consolarme, ¿ya no me
quería? No podía comprenderlo.
La comida venía en sacos, ya no
salía de las tetas de mi mamá, la vertían en unos cacharros metálicos, que
trataban que siempre estuviera lleno y cada día me veía más gordo. Si estaba
engordando tanto, por qué no dejaban de llenar el cuenco, seguía sin comprender
nada, me sentía pesado, no me dejaban salir a caminar ni tomar el sol, tampoco
podía jugar con otros que eran como yo, a todos nos tenían metidos entre varias
barras de hierro que nos permitían muy poco movimiento. Me aburría y solo hacía
comer, beber y dormir… hasta levantarme empezaba a costarme trabajo. Ya me
estaba acostumbrando a vivir sin la presencia de mamá a pesar de que ella
seguía llamándome.
Un día hubo mucho movimiento en
la granja, escuché algunos motores, también se abrieron las puertas de hierro,
dejaron salir a pasear a muchos y muchas…desde aquel día dejé de escuchar la
voz de mi mamá, debieron dejarla libre y se habría perdido por ahí afuera. Eso
me dio alegría aunque ya no la volví a escuchar. A veces me preguntaba qué
hacía allí y por qué había nacido para estar todo el día como si estuviera
encarcelado. Estaba perdiendo mi juventud como si fuera un vago: comiendo, engordando
y todo el día tirado… ya ni me reconocía. Pasé así la gran parte de mi triste
vida.
De nuevo un día volví a oír todo
ese trajín que me recordaba al día en que dejaron libre a mi mamá: barras de
hierro que caían al suelo, puertas que se abrían, motores, etc. Alguien vino a
donde yo estaba y abrió mi celda, llevaba un palo en la mano y me golpeo varias
veces en el lomo, solté un par de gruñidos como protesta pero corrí hacía la
puerta con la esperanza de volver a encontrar en el prado a mi mamá. Desde la
puerta habían colocado otras rejas que nos conducían a lo alto de un camión,
fue entonces cuando comprendí por qué no había vuelto a escuchar a mi mamá,
seguramente, porque nos soltarían bien lejos y no supiéramos volver.
Cuando todos estábamos allá
arriba, el camión rugió y el suelo se volvió inestable, se movía, costaba
mantenerse en pie y me daba golpes con los hierros que me custodiaban. Solo
mantenía la esperanza de encontrarme con mi mamá y traté de viajar con calma.
El camión debía correr demasiado, pues allá arriba el aire nos daba de pleno y
el frío comenzaba a calarnos hasta los huesos. En el camino también nos llovió…
es duro este viaje hacia la libertad – pensé. Pero yo hallaba consuelo en la
esperanza que albergaba.
Era de noche cuando el camión se
detuvo, era una sensación nueva, estar en un lugar desconocido y sin comprender
qué hacíamos allí. Se volvió a oír el manejo de los hierros y al terminar dicho
ruido, abrieron las portezuelas de las celdas de cada viajero y pudimos
descender, de nuevo a través del pasillo de hierros hasta el interior de una
nave, en la que había un corral donde nos metieron a todos juntos. Estábamos
desconcertados, no podíamos creer que ese fuera el final del viaje hacia la
libertad.
Cuando comenzó a entrar claridad
proveniente del exterior de la nave, se abrió la puerta y entraron varias
personas vestidas de blanco, calzaban botas de goma de igual color, se
acercaron al corral y nos echaron una visual… esos debían ser los que nos
dejaran en libertad, quizá nos habían protegido por la noche porque sería mejor
momento para soltarnos, de día, con luz. Mi gozo era tremendo, ya me veía
retozando y corriendo por el prado.
Esas personas prepararon una
salida por la que solo podríamos salir de uno en uno, pensé que sería más fácil
que abrieran la puerta y nos soltaran a todos al mismo tiempo. Ellos parecían
tener sus métodos, pero desconfié y procuré salir de los últimos. Mis
compañeros de viaje fueron entrando en el nuevo pasillo de rejas y alguien se
iba acercando con algo en la mano, se lo acercaba a la cabeza y se solía oír un
gruñido desgarrador, quizá les estén haciendo daño. Ahora otra persona se
acercaba le ataba una de sus patas y lo izaba, un poco más adelante se acercaba
otra persona que llevaba algo brillante en la mano y hacía un ademán de
golpearle, algo que coincidía con un nuevo gruñido, aún más desgarrador si
cabe. Mientras un líquido rojo se precipitaba al suelo, mi amigo colgado seguía
luchando por liberarse. Así se fueron llevando una a uno… ¡qué dura era la libertad!
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