He pasado
cuatro días en el piso de mis padres de Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, y me debo
estar haciendo mayor. No he podido descansar y me he vuelto aburrido. El vecino
de arriba solía mover arrastrando sillas o mesas, el abuelete del piso de
enfrente, al otro lado de la calle pero con su balcón abierto, igual que
nosotros, debía tener a su nieta y le cantaba para que la niña bailara. El
vecino de junto parecía que bromeaba con sus pequeños, a los que llegaba a enrabietar.
La gente que pasa por la calle, hablamos a las once, once y media, doce y más,
parece que habla con un amplificador incorporado en su garganta, las voces entran
en todas las habitaciones de todos los pisos cercanos. La calle donde está el
piso, como tiene los juzgados al lado, para más precisión, es el edificio
contiguo, debe ser la mejor iluminada, o sea, la que debe tener una iluminación
más potente por centímetro cuadrado, lo que te obliga a tener todas las persianas
bajadas, o no te hace falta encender luces en el piso para transitar por su
interior. Si hace calor dentro, te aguantas, no puedes aprovechar la brisa del
exterior porque la luz no te dejará dormir. En este piso los niños no van a
pasar miedo a la oscuridad, pues si no bajas las persianas, no la vas a tener, oscuridad,
se entiende.
Para terminar
la agradable estancia, como ya dije, el edificio de al lado son los juzgados, y
entre este y el siguiente que es un centro comercial, hay una plaza amplia con
algunos columpios para los más pequeños y un par de bares con sus veladores
colocados en la misma plaza. Esto origina que los padres lleguen, se sienten a
charlar, comer y beber, mientras sus hijos e hijas corretean por la plaza. Ya
no he dicho pequeños y pequeñas, porque a veces, muy frecuentemente, ya no son
tan niños. Y ahora llega el segundo detalle observado y sufrido: mientras los
padres, placenteramente, hacen sus consumiciones, sus descendientes gritan y
gritan. Cada cual lo hace más alto que su rival de juego, y no son dos o
cuatro, sino el patio de un colegio, un recreo de niños inconscientes de que a
su alrededor hay personas, en muy diversas condiciones de edad y estado, que
tal vez o muy posiblemente, necesiten y quieran descansar. Peor aún, la
insensatez de los padres y madres, que tranquilamente siguen a lo suyo sin que
les hayan enseñado a sus hijos e hijas el valor del respeto hacia los demás, el
hablar en voz baja como norma general, y muy especialmente a ciertas horas de
la noche. Pero para educar hay que estar educado, hay que haber recibido ese
mínimo de valores que nos haga tener en cuenta los derechos de los demás y no
solo los nuestros.
Y para
finalizar, como en cualquier ciudad viva, pero ocupada en parte por
desaprensivos, no me he escapado de los coches que pasan por las calles
cercanas, incluso por la calle donde está el piso, que transitan con las
ventanillas bajadas y compartiendo sus ritmos musicales con toda la vecindad.
Tampoco me he librado del porculero de la moto con escape libre, que recorría a
toda velocidad cualquiera de las vías próximas. Digo que iría a toda velocidad
en proporción al estruendo que salía por el tubo de escape de la máquina.
Como ustedes
verán, ha sido como la vida misma, como sucede en cualquier ciudad, porque
lamentablemente no damos, y metámonos todos, el nivel suficiente para vivir en
sociedad. Al menos, no, para hacerlo en armonía y con respeto hacia nuestros
semejantes. Y muy especialmente, a ciertas horas de la noche o de la madrugada.
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