Madrugar es
empezar a vivir bien temprano, es estar despierto cuando los demás están
dormidos. Madrugar es empezar un nuevo día y sentirse vivo, es descubrir las
calles en silencio, con poco o ningún tráfico, caminar cuando aún no ha nacido
el Sol, cuando va cambiando la luz, cuando va amaneciendo.
Levantarse
bien temprano cuando en casa todos duermen y, hacer aquello que te gusta es un
placer infinito. Estás tú y lo que haces, no hay nada que te distraiga, no hay
ruidos, no hay conversaciones ni voces, no hay sonido del paso de vehículos, la
vida parece estar parada para todos menos para ti.
Hace años
salía a correr cada día, hacía footing por los parques y por las calles de mi
ciudad y recuerdo muy bien, pero que muy bien, aquellos domingos y festivos en
los que a las siete de la mañana ya estaba pateando las calles. Normalmente, me
dirigía hacia el centro de la ciudad, ¡era una pasada! recorrer todas las
calles del centro sin tráfico alguno, sin humos, en silencio, recibiendo en mi
piel, en mi rostro y en mis manos, ese frescor característico del amanecer,
independientemente de la estación del año en que estuviéramos. Un frescor que
ayuda a despertarte más y a percibir mejor todo lo que alcanzas con tu vista.
Os aseguro que es una forma genial de comenzar el día, corriendo, relajado,
disfrutando, entusiasmado por hacer kilómetros, saber que estas beneficiando a
tu cuerpo, potenciando tu salud, ¡era bestial!
Ahora, mi gran
pasión es escribir, me levanto bien temprano, a las seis o seis y media muchas
de las veces, conecto el ordenador y hago como ahora mismo, disfrutar con el
relato. En casa todos duermen, ellos prefieren descansar, vivir sus sueños y yo
prefiero vivir en cuanto me despierto. La cama, si no hay motivos más
interesantes para ocuparla, solo la uso para dormir. Mi biorritmo me indica que
debo ir a la cama temprano y que debo dejarla, igualmente, temprano. No me pesa
este ritmo mío y natural, ya desde que era un niño, recuerdo que los fines de
semana y festivos me levantaba y me sentaba a la mesa, aquella famosa mesa de
camilla, normalmente redonda, con su ropa que la envolvía y que servía para echártela
sobre las piernas para conservar el calor de un brasero que se ponía en el
centro de la mesa, directamente en el suelo y posteriormente sobre un aro
metálico que servía también para apoyar los pies. De ese modo se retiraban del
suelo para paliar el frío irradiado por aquel, en las estaciones con
temperaturas más bajas. Todos dormían en casa, desde la mesa podía oír los
ronquidos de papá y yo leía o dibujaba, aunque lo del dibujo no se me daba
bien, pero recuerdo que persistía, era constante porque lo importante era aquel
tiempo vivido en esas circunstancias, envuelto en aquel hermoso y gratificante silencio.
Ser diferente
era ser yo, eso nunca me preocupó, no me preocupa porque aunque se que en lo
más profundo somos lo mismo, en las formas hay una gran pluralidad que hermosea
el jardín de la vida. Buenos días y un abrazo.
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