Esto que os voy a contar sucedió
antes de anoche. Acompañaba a mi madre en la noche víspera de su intervención quirúrgica,
estábamos en una habitación de la tercera planta del Hospital Virgen del Rocío
de Sevilla. Un grupo de personas de etnia gitana esperaban en la puerta del
edificio que viene a dar con una zona ajardinada, solo separada de las
escaleras por una carretera. Tanto la carretera como la zona ajardinada están
en el recinto hospitalario. Eran las diez de la noche y como mi madre, así como
la persona con la que compartía habitación son personas mayores, apagamos las
luces de la habitación y descansábamos hasta que a las once le trajeran el
vasito de leche o la infusión, que es lo último que ofrecen hasta la mañana
siguiente.
Mejor dicho tratábamos de descansar,
pues las voces del grupo de gitanos eran muy elevadas, tanto, que participábamos
de sus conversaciones, yo creo, como si estuviéramos a su lado y eso que estábamos
en la tercera planta. Peor aún eran los gritos de unos niños suyos que correteaban
persiguiéndose y haciendo competiciones entre la zona ajardinada, subiendo y
bajando las escaleras; eso lo hacían una y otra vez, lo pude ver porque me asomé
a la ventana en varias ocasiones sorprendido de lo tarde que se iba haciendo y
que no cesaran ni las voces de las conversaciones de los adultos, ni los gritos
de los niños. Dichos gritos eran sonidos abiertos y agudos, así como
penetrantes; eran los típicos sonidos que solo los niños son capaces de emitir
con mucha facilidad. Son emisiones en un tono penetrante, afilado y hasta
punzante.
El reloj avanzaba y llegaron las
once, vino el vaso de leche calentita para mi madre y la infusión de tila para
la mujer que ocupaba la cama contigua, pero lo que no cesaban era la
conversación en alta voz y los chillidos de los niños jugando. Nunca se oyó a
nadie llamar la atención a aquellos niños, cómo iban a hacerlo si ellos mismos
no tenían conciencia de estar molestando con los tonos desmesurados de sus
voces, las propias en las que hablaban los adultos. Estoy seguro, que el resto
de personas que estábamos en el hospital no existíamos para esa gente. Ellos
pasaban el tiempo, junto a la entrada, en la zona ajardinada del hospital, para
poder decir que estuvieron acompañando al familiar que fuera y hasta la hora
que quisieran decir.
Como la situación se alargaba y
no había quien pudiera dar una cabezada, menos aún dormir, surgieron unos
comentarios al respecto en nuestra habitación, hablábamos el acompañante de la
paciente que compartía habitación con mi madre y yo; entre otras cosas no entendíamos
qué hacían aquellos niños correteando tan tarde si al día siguiente debían ir
al colegio. Entonces, el sobrino de la señora tomó la decisión de ir al puesto
de enfermeras a comunicar lo que ellas debían conocer, pues están en la misma
planta y no dejan de entrar en las habitaciones para atender a los enfermos. La
enfermera descolgó el teléfono delante de él y se comunicó con el puesto de los
vigilantes… hasta ahí llegó el asunto. A partir de entonces todo continuó del
mismo modo hasta las dos de la madrugada, hora en la que se oyeron cerrarse
unas puertas de una furgoneta y, parece ser, se meterían todos y se marcharon… pusieron
fin a la visita a su enfermo y el silencio volvió hasta el amanecer. ¡Nos falta
mucho!, metámonos todos para no ofender a nadie, ¡hay un problema de educación
importante! Que lo supieran los vigilantes no sirvió para nada, la cosa quedó
solucionada cuando decidieron marcharse.
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